La puta experiencia
La "experiencia gastronómica" y demás gilipolleces que son absolutamente secundarias a que aquello que comemos esté rico. Que nos devuelvan el sabor.
Dice un buen amigo mío que en el futuro todos seremos gilipollas. Con frecuencia pienso que no solo estamos acelerando el cambio climático; también estamos acelerando el tiempo y el futuro ya ha llegado. Hace tiempo.
Empiezo a estar hasta el gorro de escuchar, en foros de restauración, que lo importante es la experiencia. Y, dicho así, podría llegar a compartirlo, pero es que las ideas hay que aterrizarlas y ahí es donde empiezan los problemas. Porqué, ¿qué es la experiencia? Ahí está el debate.
Hace un tiempo, no demasiado, tuve un (sano) debate sobre este tema con alguien vinculado a un grupo de restauración. Defendía esta persona que la gente sale a cenar o a comer a un restaurante para tener una experiencia que no puede tener en casa y que, lo de menos, acababa siendo si la comida es buena, muy buena, o una auténtica bazofia; lo importante es “la experiencia”, el atrezo y el poder colgarlo luego en las redes para mostrar al mundo la increíble y exclusiva experiencia gastronómica que ellos han vivido y tu no, aunque lo único bueno haya sido la foto. Ya me perdonarán, pero pienso que esto es una solemne imbecilidad.
No discuto en absoluto que, cuando salimos, busquemos hacer algo distinto que comer un trozo de pescado con unas verduritas al vapor hechos al microondas en un estuche de silicona; ¡ojo!, que queda muy bueno. Lo que me aborrece sobremanera es que se entienda como “experiencia” todo tipo de artificios y lugares comunes que solo buscan satisfacer a un comensal con perfil muy activo en Instagram, poco gusto y menor criterio.
No nos confundamos, no defiendo para nada ningún tipo de elitismo; más bien todo lo contrario. ¿Por qué la experiencia tiene que ser algo “muy instagrameable” donde el sabor poco importa y la técnica es dudosa? o, en el otro extremo, ¿algo a base de cucharadas de caviar o técnicas de vanguardia usadas porque sí?
¿No pueden unos “simples” macarrones como esos que hacía la abuela, llenos de sabor, con una textura dulce y suave, ser una experiencia memorable? Como los que hacían en Casa Joan en Vilafranca del Penedés (hace años que no voy, de ahí que lo diga en pasado). O un arròs a la cassola como se hace todavía en muchos sitios, sobre todo en Girona, en sitios como Can Roca.
Quizás tenga razón esa persona con quien mantuve el debate en que esos artificios es lo que busca la mayoría. Yo quiero pensar que no es así, que todavía no nos hemos vuelto todos tan idiotas, aunque quizás lo mío sea solo romanticismo. De hecho, creo que hay una corriente de fondo desde hace años que busca el sabor, el producto de temporada y de territorio, y la técnica en una ejecución inmaculada más que en usar la última cosa rara. Y creo que está corriente está ganando terreno, como lo hiciera en su día cuando Paul Bocuse publicó “La cuisine du marché” (1976).
El tema es que hay mercado tanto para los artificios como para el retorno al sabor, a la cocina lenta, a esa cocina de buenos ingredientes, cariño al detalle y paciencia en los fogones. Para los artificios, para la técnica sin control ni sentido, también lo hay, pero creo que es menos sostenible.
Para los artificios sin sentido del gusto, no hay más que ver las redes y hasta algunas críticas de “escribidores gastronómicos” o de influencers convertidos en críticos. Lean el capítulo sobre el “hedonista gañán”, del no suficientemente recomendado libro “Comer sin pedir permiso” de
. Ilustra a la perfección el concepto al que me refiero, aunque sé que cuando escribió ese capítulo él pensaba en alguien que de cocina entiende bastante, aunque encuentre más placer en alardear de su poder adquisitivo que en lo que come.La culpa la tiene el Bulli. Bromas aparte, pues el Bulli fue un lugar extraordinario donde sucedieron cosas absolutamente extraterrestres, el Bulli y Ferran Adriá generaron una legión de alumnos, seguidores, imitadores, y aficionados a la cocina “molecular”. Otra cosa es que hayan sabido retirarse a tiempo cada uno de ellos, empezando por arriba.
De la cocina “molecular” (no me gusta nada ese nombre), o “tecno-emocional” como la acuñó un periodista de cuyo nombre no quiero acordarme, ha habido continuadores e imitadores; y de imitadores, los hay buenos, malos y peores. Y claro, algunos son dignos sucesores de los alquimistas de Cala Monjoi, pero muchos otros utilizan la técnica por la técnica, olvidándose del sabor. Ya lo dijo el fotógrafo Ramón Masats:
“puede haber técnica sin Arte, pero no puede haber Arte sin técnica”.
Y lo que ha venido pasando en los últimos años, en algunos sitios, es que ha habido una corriente de técnica sin Arte; y esto siendo generoso, porque de técnica mal ejecutada tampoco vamos faltados.
Dejémonos de chorradas: lo más importante, lo primero, es el sabor. “Sabooor” como dice una (supuesta) cocinera televisiva, que según me chivan por el pinganillo cocineros y cocineras de nivel que la conocen bien, no sirve ni para hacer sombra.
Vamos, que como nos repite a diario “el jefe” Karlos Arguiñano, que quede “rico, rico”. Y luego, que venga la técnica. A mí también me gusta descubrir técnicas nuevas, cosas inesperadas, que me sorprendan. Y también tuve la fortuna de ser uno de los comensales de el Bulli y me encantó. Pero solo me gusta si lo que como, además de sorprenderme por la técnica, está rico. Que nos sorprendan primero por el sabor, que luego ya vendrán las filigranas técnicas.
Afortunadamente, como les decía antes parece que está ganando fuerza una corriente de fondo, que hace tiempo que está ahí, avanzando paso a paso, que prima el sabor y pone la técnica al servicio de éste.
Exijo que nos devuelvan el sabor. Y, si acaso, ya hablaremos otro día de la importancia cultural de la gastronomía, de territorio, cocina de mercado y productores y productos locales; cosas que cuando abusamos de la técnica y la cocina “tecno-emocional” a menudo se pierden en el olvido. De hecho, ya les hablé un poco de ello en este otro artículo. Y es que las esferificaciones, los aires, las espumas y demás técnicas “modernistas”1 por sí solas no entienden del territorio. Y eso, me parece a mí, tampoco es bueno.
Modernistas por la colección de libros “Modernist Cuisine” de Nathan Myhrvold.
Para mí, el sabor sigue siendo lo más importante. Si la comida no está rica, todo lo demás —la experiencia, el servicio, el local o la presentación— pasa a un segundo plano. Esos detalles son un complemento, pero la base siempre debe ser una comida excepcional para que la experiencia sea realmente memorable.
Dicho esto, entiendo que si tanta gente está dispuesta a pagar un “turrón” por ir a sitios con comida mediocre pero llenos de postureo, algo habrá detrás. Tu reflexión me recuerda a una larguísima discusión que tuve un verano con unos amigos sobre si el concierto de Rosalía, sin músicos, podía considerarse un concierto o no. Fue un debate intenso, porque parecía cuestionar los límites de lo que tradicionalmente entendemos como un concierto. Quizás con los restaurantes esté pasando algo parecido: el concepto se está ampliando, evolucionando hacia algo más cercano a un parque de atracciones.
A mí, sinceramente, no me importa mientras sigan existiendo esos restaurantes con sabor auténtico. Ahora bien, si llega el día en que se los cargan, ahí sí que me voy a cabrear de verdad.
Bravo!
Toca començar-ne a parar.